martes, 7 de febrero de 2017

¿Quién es ella?

Todo se funde con el humo.

Las cenizas caen como atrapadas por una mano invisible que las arrastra hasta el suelo con violencia. Las volutas bailan, se entremezclan y coreografían los pensamientos de aquellos a quienes han aceptado como huéspedes. Sube y muere, expandiéndose. Llenándolo todo. Todo lo invade y todo lo siente. Todo lo impregna y todo lo consume.

Todas las ideas, todas las franquezas salen a ver el espectáculo: la danza de los aromas. El espectáculo acrobático de formas y texturas invisibles. Intocables. Todos y cada uno de los deseos, de los miedos, de los temores, las experiencias. Ahí están. Lo están viendo todo dese su butaca en primera fila. Charlan entre ellos:
el miedo expresa su valor y la inseguridad lo tiene todo bajo control. Todo cobra forma en esta marea de palabras. El humo asciende y participa en la conversación. Los bailarines mueven sus brazos, sus piernas, y su torso se contornea con ellos, moldeando el lenguaje de los sueños. Moldeando las ideas y dejando entrever la luz de una realidad que se mantiene distante, y mientas tanto la habitación ya no está en el mismo edificio, en la misma ciudad. En la misma realidad.
La habitación es un barco en medio de la nada. Un barco en el que, por mucho que alguien pueda entrar, nunca verá lo que ven sus tripulantes. Se emocionan, se visten con galas, se ríen, lo dejan todo inundado por los colores de la danza de los acróbatas. Por los olores de la marea gris.

Todos dejan de bailar. El espectáculo ha acabado y los espectadores comienzan a marcharse. El miedo ya no es tan valiente y la tristeza ya no se ríe tanto. La soberbia ha dejado de empatizar con el egoísmo, y este guarda sus cosas y se las lleva. Las butacas se vacían, las luces se apagan. Los bailarines ya salieron por la ventana hace rato. Seguirán bailando fuera, aunque con mucho menos ruido. Con muchas menos ganas.

Y aparece ella.
Resplandeciente, ardiente. Viva. Se acerca al centro del escenario y comienza a bailar. Como si hubiese surgido de una chispa. Todo se incendia y ella baila. Baila alrededor de todo y dentro de todos. Algunos acróbatas y bailarines vuelven a ponerse en escena, siguiéndola. Honrándola. Alabándola. Ella es el centro. Ella es la madre de todos ellos. Ella y su fuego invaden todo, pero no lo destruyen, sino que crean. Todo se consume en su luz, y todo vuelve a nacer de nuevo. Vuelven la alegría y los recuerdos. Vuelve la reflexión y su familia, todos de la mano. Vuelven los miedos, ataviados con sus túnicas negras. Vuelve la razón, ebria perdida tras su breve ausencia. Ocupa su sitio la realidad, vestida con un vestido de formas deformadas y colores decolorados. Se sienta, observa, se duerme y se despierta, habla, guarda silencio, insulta y halaga.



Y desaparece ella.
Y todos los espectadores se quedan, se sientan y se ponen cómodos, viendo como cada uno de los bailarines sigue su propia función. Quizás mil quinientas funciones dentro de una. Una gran coreografía que tiene como ritmo el olor y el sonido de la risa, del llanto o de la música que acompañe, que hace temblar, que hace pensar y que emociona. Y todo, con la participación del público. Todos ellos, la audiencia, los bailarines, y ella, que permanece escondida, viajan en el mismo barco, tripulado por dos capitanes, que comparten la vida con todos y cada uno de los pasajeros y las partes del barco, que sienten que tienen que estar ahí y que, en ese momento, pertenecen a ese tiempo, a ese espacio, con la idea de que aquello se quede para siempre y no acabe. Al menos, hasta que los bailarines cesan su danza, el público se refugia de nuevo en sus carromatos. 

¿Y ella? Os preguntaréis.


Ella volverá.

lunes, 30 de marzo de 2015

Satiria y Gehenna

Dicen que la luz destruye las tinieblas. Sin embargo, cuando un rayo de luz se pierde en la oscuridad, en la nada, solo siente frío. Frío y muerte.

En el principio, era la nada. El sueño, el orden sin construir. En el principio era la paz. Era lo onírico. En el principio no había luces ni sombras. En el principio sólo una mente durmiente, cuyos sueños recorrían dimensiones, universos, espacios muertos y sin vida, llenándolos de movimiento y vibración. Llenándolos de tiempo.
En el principio era el Sueño.

Allí en la nada, antes de los tiempos de nuestros padres, un ser, un ente glorioso a quien llaman Demiurgo, descansaba sin ser perturbado. Se encontraba sumido en un eterno sueño de grandeza, que invadía todo el espacio vacío y yerto.
El Demiurgo era conocedor del todo, y su mente estaba activa dentro del sueño, creando y destruyendo realidades. Construyendo estructuras llenas de vida y quebrantando sistemas con un solo pensamiento.
Todo esto era en la mente del Demiurgo, mas hubo un tiempo en el cual los sueños de este fueron perturbados. Demiurgo conocía la luz, aún sin haber sido creada, y conocía las tinieblas, que aún no existían.
Estas ideas convivían en la mente del Demiurgo, separadas por dimensiones. Por enormes espacios vacíos en aquella mente durmiente, sin embargo, del sueño surgió hacia fuera la luz. La luz fue liberada del sueño, siendo libre de la mente del Demiurgo, y la luz iluminaba la Nada. La Nada fue invadida por el resplandor de la nueva luz naciente,  que surgió de la mente del Ser Soñante con un resplandor cegador que pareció inundar la nada de una melodía inaudible, que susurraba paz y anunciaba el inicio.
 
Y esta luz fue llamada Satiria.

Pero otro de los sueños del Demiurgo fue perturbado, surgiendo de entre las dimensiones, hasta abrirse camino hacia el exterior de la mente del Ser Soñante.
Este pensamiento; este sueño, oscurecía todo lo que estaba iluminado por Satiria. Rompía todos los lazos entre las partículas de luz que eran emitidas por Satiria, y oscureció la nada, aislando a Satiria en su propio resplandor.

Y esta oscuridad, fue llamada Gehenna.

Y sintió Satiria a Gehenna, y Gehenna sintió a Satiria, y hubo en ese momento una vibración en la Nada mucho mayor de lo que jamás produjeron los Sueños del Demiurgo, y ambas sabían que se amaban desde antes de sentirse la una a la otra. Desde antes de ser ideas en la mente del Ser Soñante.
Y Satiria fue en busca de Gehenna, y Gehenna fue en busca de Satiria, pero al encontrarse y al tocarse, una perturbación surgió, que estremeció todo lo conocido, y que hizo temblar las propias estructuras de los sueños del Demiurgo.
Satiria y Gehenna se alejaron la una de la otra, necesitándose, temiéndose; amándose y odiándose, pues para ellas, estos sentimientos eran nuevos y para nada contrarios.

Gehenna deseaba a Satiria, y se aproximó a ella con lentitud, rozando sus rayos, que invadían todo su alrededor.
Satiria alzaba su rostro, temblando, sintiendo a Gehenna acercarse, preparando su cuerpo para la llegada de su compañera, que sería fría y dolorosa. Pero cuando ambas se juntaron, una chispa de dolor brotó del nexo que las unía, perforando la necesidad y el amor que la una sentía por la otra, sabiendo ambas, que no podrían estar juntas. Que una necesitaba morir para que la otra viviese.

Y fue en este tiempo, en el que empezó la contienda llamada Alpha, que duraría hasta el fin de los días.

Un rayo de luz atravesó a Gehenna, la cual no pudo responder con antelación a la llegada de tan devastador ataque.
Herida, Gehenna empezó a convulsionar y a retorcerse, aumentando de tamaño, según Satiria temía y menguaba, y Gehenna envolvió a Satiria, encerrándola en una cárcel de tinieblas.
Sin embargo, Satiria, encerrada, ardió de rabia y lanzó un rugido desgarrador, del que surgieron fuego y llama, que rompió el cautiverio y rasgó el poder de Gehenna, que quedaría sumisa a los rayos de Satiria.

El Fuego, que fue creado durante la grandiosa contienda, consumió una gran parte de los sueños del Demiurgo, devastando y a la vez liberando muchos más pensamientos que yacían encerrados en el mundo onírico.
Y de estos sueños surgieron grandes corrientes de Agua, guiadas por una fuerza aterradora e invisible llamada Viento, que con gran furia extinguieron gran parte del poder del Fuego, formando una vasta extensión de fuerza, contraria a la nada. Esta gran fuerza nuevamente surgida, llevaba el nombre de Tierra.

Estas cuatro grandes fuerzas, surgidas de la contienda que aún mantenían Satiria y Gehenna, formaban el Todo. Un desorden infinito, dominado por el odio y la contienda, que crecía y crecía, invadiendo la Nada, según todas estas fuerzas mantenían batalla los unos contra los otros, creando y destruyendo a placer. Formando maravillas y construyendo calamidades, luchando y alimentando las fraguas de la creación. Y este gran desorden tuvo por nombre Khaos, y con este, nació el Tiempo.

Y fue Khaos el campo de batalla de Satiria y Gehenna, que luchaban, debilitadas, con el objetivo de mantener su propia fuerza sobre la fuerza opuesta. El amor había desaparecido y sólo quedaba el sabor de la destrucción y del odio.
Satiria envolvió a Gehenna con toda su luz, y Gehenna quedó debilitada, casi muerta, sin poder reaccionar. La luz invadía todo Khaos y hacía todo visible, manchado por los rayos que iluminaban ahora la faz de lo conocido.
Gehenna parecía casi destruida, y para cuando Satiria calmó su ira, la oscuridad de Gehenna se ocultó en los rincones más inhóspitos de Khaos, reinando en los abismos. En los lugares donde Satiria y su luz no podían entrar.

El odio que alimentaba la batalla creacional, seguía siendo el incentivo de Satiria para buscar a Gehenna y destruirla, pero nunca pudo encontrarla, ya que, siempre que Satiria se acercaba, Gehenna se escondía.

Y fue Gehenna adquiriendo fuerza y poder, pero permaneció escondida, hasta que dominó todas las cavidades y grietas. Todos los abismos fueron suyos, y todo lo desconocido y oscuro fue en este tiempo reino de Gehenna. Todo lo frío, lo muerto, pertenecía a Gehenna, mientras que la superficie de Khaos y todo su brillo, pertenecían a Satiria.

Gehenna ganó tanto poder, que llegaba incluso a herir a Satiria cuando esta intentaba introducirse en los dominios oscuros, debilitándola e hiriéndola.

Y es por esto, que Satiria y Gehenna nunca desean encontrarse. Es por ello que una muere cuando la otra se acerca. Es por ello que el amor entre luz y oscuridad nuca pudo ser posible, y es por ello que el dolor del odio y de la pérdida separa el mundo conocido, Khaos, en aquello que pertenece a la luz, y los dominios de las tinieblas.


Y fue Khaos un universo desordenado y en batalla, dominado por luz y sombra por mucho tiempo, hasta el glorioso momento en que un Ser Soñante despertaría, y sus ideas y sueños con él, organizando todo Khaos y creando un orden, en el cual reinarían Satiria y Gehenna, iluminando y oscureciéndolo todo, produciendo calma y miedo, mostrando sus fortalezas y debilidades, hasta el fin de los tiempos.

sábado, 11 de octubre de 2014

Los viajes de Oneide. Parte I

- Despierta, pequeña- dijo la voz.

La chica sintió una caricia leve que recorrió su rostro desde la comisura de los labios hasta el pómulo.

Todo eran formas borrosas para Oneide. Intentó abrir los ojos pero todo lo que veía eran formas opacas y borrosas que parecían jugar con la luz que llegaba desde grandes llamaradas que la chica tenía a unos metros en frente suya. Yacía en el suelo, boca arriba.

La joven se sobresaltó. Tardó un momento hasta que su cerebro pudo recopilar toda la información necesaria: dónde estaba, qué estaba viendo, y lo más importante: qué hacía allí y quién era el que la hablaba.
Podía sentir el olor de quien estaba a su lado. Era fuerte, pero de ningún manera desagradable. Resultaba reconfortante. Era… como si se sintiera libre. Eso la hacía sentirse viva, pero a la vez la desestabilizaba.

Nada cobró sentido hasta que pudo abrir sus ojos completamente, y todas las figuras tomaron las formas a las que Oneide estaba acostumbrada:
Estaba tumbada sobre unos adoquines, húmedos por la lluvia, en medio de una carretera con aspecto antiguo. Su cuerpo ocupaba la frontera entre lo que parecía el bordillo y la calzada de una calle con edificios de piedra y adornos de madera que parecían de otra época.
La piedra del bordillo estaba hincándose en sus lumbares y tuvo que incorporarse, todavía mareada.

Quiso agarrarse de la persona que tenía al lado, sin importar quién fuera, pero todo lo que pudo tocar fue hierro. Frío y oscuro hierro.
Se encontró fuertemente asida a una estructura metálica que resultó ser una farola. Pero aquella farola tenía algo que inquietaba a la chica. No era como las farolas de su ciudad. Era de un hierro oscuro, negruzco cuya estructura estaba adornada con una serie de salientes de motivo victoriano, acabando en tres celdas de cristal, con una llama encerrada en cada una de ellas.

¿Una farola que funciona con fuego? Pensó Oneide.

Pensó en este detalle hasta que  pudo hacer el esfuerzo para levantarse completamente y observar su entorno. Todo tenía una forma singular. Todo parecía estar copiado de una escena de una película antigua rodada en un Londres previo a la evolución urbanística. Era todo tan… clásico.

Oneide se hallaba embelesada por el lugar en el que estaba, y comenzó a dar vueltas sobre sí misma, sonriendo, respirando. Llevaba un camisón de tirantes blanco, desgastado, que dejaba ver poco más que hasta encima de las rodillas, y que mostraba el brillo pálido de su cuello, sus clavículas desnudas, y sus brazos, el cual giró al compás de Oneide, que parecía esclava de una coreografía onírica. Estaba descalza.

Sin embargo, su felicidad recorría todo su cuerpo hasta que un escalofrío invadió su ser. Estaba sola. Estaba perdida. Estaba fría.

De repente, una gota de sudor helado recorrió el lateral de su rostro, mientras clavaba su mirada en el fondo de la calle, la cual doblaba hacia la izquierda, rodeada de edificios de poca altura, de aspecto cerrado y abandonado.

Oneide echó a correr hacia lo que parecía ser la única dirección que se podía tomar en ese nuevo lugar en el que se encontraba. Corrió y corrió hasta que se quedó sin aliento y tuvo que apoyar el peso de su cuerpo en otra farola, idéntica a la que había encontrado al despertar.
Se encontraba terriblemente cansada y le faltaba el aliento, y había algo que no acababa de cuadrar.

- Había… había…- dijo entre sollozos, provocados por la falta de aire.-  Había alguien… no recuerdo. Oh Dios mío, había alguien a mi lado… ¿Hola?- Preguntó con una voz suave, entre inhalaciones dificultosas. Cada vez le costaba más y más mantenerse en pie.

-¿Hola…? Por favor… yo… ¿Hay alguien?... Hay tan siquiera alg…- Su frase se perdió en el viento que soplaba en la dirección en la que la calle giraba a la izquierda. Estaba exhausta, aunque hubiera corrido tan solo un rato. Estaba débil, y su cuerpo lo reflejaba muy bien. Tanto fue así que sus rodillas se doblaron hasta tocar los adoquines negros, desgastados por el tiempo, y se halló postrada, sin respiración, y con la visión cada vez más borrosa. Se apoyó en la farola con la mano con el objetivo de sentarse, con la espalda en el bordillo, y pudo reposar, hasta que se dio cuenta de algo extraño.

Todo parecía normal hasta que contempló sus alrededores íntegramente. Cada vez le faltaba más el aire y sus músculos respondían cada vez peor.
En ese momento, una idea se insertó en su mente, haciéndola palidecer de forma brutal.

Estaba justamente en el mismo lugar donde había despertado hace unos minutos.

¿Minutos? ¿Horas? No sabía exactamente cuánto llevaba corriendo. Había perdido la noción del tiempo completamente.
Era imposible que volviera a estar en el mismo sitio de antes, o eso era lo que ella pensaba, pues la verdad decía otra cosa.
El miedo la recorrió de tal manera que la hizo levantarse, hasta que volvió a perder el control de su cuerpo y su visión se volvió a nublar y oscurecer paulatinamente, hasta que se sintió a si misma en el aire, cayendo hacia el suelo, pero esta vez había algo más.

Antes de tocar el suelo, pudo ver una mancha que se acercaba a ella como un relámpago. Era una persona. Ya no estaba sola.
Fuera quien fuese, sujetó a Oneide antes de que sufriera daño alguno contra el duro suelo de ese lugar, y la depositó con cuidado ante sí.

Oneide aún respiraba, pero se sentía demasiado cansada como para abrir los ojos de nuevo. Lo último que pudo sentir antes de caer en un sueño profundo fue una caricia en su rostro, desde la comisura de sus labios hasta el pómulo, y un susurro, casi inaudible, proveniente de quien fuera que estuviera a su lado.

- Despierta, pequeña.


-Continuará-.

lunes, 14 de julio de 2014

Tus Demonios

-Aileen.
Se escucha en la oscuridad.
-Aileen, despierta.

Aileen se encuentra sola en una habitación, dominada por las tinieblas. La luz entra de forma tenue, como brochazos azulados derramados desde el techo, completamente arrancado de su lugar, dejando ver el cielo, vacío.
La joven cubierta de una capa de sueño abre los ojos al oír el susurro que la llamaba desde algún punto de aquel oscuro rincón de la nada.

Yacía sobre una cama. Un lecho de plumas perfectamente cómodo, suave, imperturbable. Comienza a notar el sedoso tacto de las sábanas contra su lisa piel de marfil, acariciando el tejido que reposa bajo sus manos con la punta de los dedos. Se encuentra elevada en volandas con el cielo sobre sus pupilas.

Aileen desea incorporarse, pero para su sorpresa, una serie de correas de áspero cuero retienen sus muñecas y tobillos a ambos lados de la cama y cae bruscamente y con un tirón de correa de nuevo a la blanda plataforma.

- Aileen- Vuelve a sonar en la oscuridad.
- ¡Quién eres!- Chilla Aileen con una áspera voz, irritada, puesto que no sabía cuánto tiempo llevaba dormida.
- Te conozco- Dijo la voz de las tinieblas.­ – Pero no estoy muy seguro de que puedas llegar a reconocerme –Dijo el misterioso anfitrión con una fría carcajada.

- No… no entiendo. No sé dónde estoy, y… cuánto… es decir, cómo…
- Shhhh…­- Dijo él, cuya mano salió de las tinieblas para posarse en los labios rosados de la chica. La débil luz ahora cubría también la mano del joven hasta el antebrazo. Ella no podía verlo bien, sino que simplemente distinguía dos destellos casi diabólicos procedentes de los ojos del muchacho.
­- Sé que tienes preguntas. Muchas preguntas. Por qué estás aquí, dónde estás, cómo has llegado hasta aquí, quién soy yo, cuánto tiempo llevas dormida… Tranquila. A su debido tiempo te contestaré a todas y cada una de esas preguntas, siempre y cuando formules las palabras adecuadas.- Dijo con una sonrisa que destelló desde su oscura ubicación.

- ¿Qué estoy haciendo aquí? Debería estar en mi casa, con mi familia. Debería estar con…
- ¿Con ÉL? Es lo que quieres decir. Puedo leer en tus ojos cada una de las cosas que piensas. Ay… mi pequeña y dulce Aileen. Sabes que Él ya se fue. Incluso ellos te abandonaron. Estás sola. Ahora me tienes a mí.- Las palabras llegaron muy dentro de Aileen, que enmudeció, notando como su frente se cubría de una capa de sudor frío.
- Él… Y ellos… ¿Quién eres? ¡¿DÓNDE ESTOY Y QUÉ VAS A HACER COMIGO?!

La habitación se lleno por completo de un silencio que cubría toda la oscuridad que rodeaba a esos dos seres por completo, salvo leves pinceladas de luz, proveniente de la luna, moribunda.
Los sillones, color burdeos, yacían muertos junto a una hoguera apagada y consumida al otro lado de la habitación. El silencio se perpetuó en cada uno de esos elementos, hasta que toda esa calma aparente se transformó en un temblor que provenía de unas siniestras carcajadas, venidas del interior de aquel que observaba a la chica, de pie junto a la cama.
La risa cesó.

- Pequeña e inocente Aileen- Dijo con una sonrisa que surcaba la mitad de su rostro, como si fuera una cicatriz que no sangra. – Estás donde has estado siempre. Esto eres tú.
- N… No te entiendo. Qu..Qué es lo que…
- Shh. Todo a su debido tiempo. Ya no hay nada tras esto, pequeña. Esto eres tú y siempre lo has sido. Y aquello a lo que llamabas vida era simplemente un sueño. Él no va a venir más. Ellos no van a seguir a tu lado. Ahora respírame. Yo soy lo que tienes ahora. Respírame. Deja que sea yo quien te invada ahora. Siempre he estado aquí, mirándote mientras soñabas. Siguiendo tus perturbaciones y observando tus convulsiones. Yo soy aquel que estuvo contigo.
- Eres… ¿Eres Dios? ¿Un ángel? Acaso eres…. Eres un… - De repente una sonora risa estremeció el ambiente e hizo vibrar el vidrio de los ventanales de la habitación, saliendo hacia el cielo negro.
- ¿Dios? Pero niña, ¿acaso imaginas que es Dios como soy yo? No, pequeña. Te equivocas.

De repente Aileen notó cómo un cuerpo invadió la mitad del lecho sobre el que yacía, prisionera. Ella, que miraba hacia el cielo a través de aquel techo roto, abrió los ojos de manera que nunca los había abierto antes, y se estremeció. Notaba un aliento en su oreja que la perturbaba, y poco a poco, comenzaba a mirar de soslayo a aquel que estaba tumbado a su lado, susurrando en su oído.
Tenía la tez completamente grisácea. Era tan solo un joven. Un joven delgado, con un rostro como creado por un artesano, delicado, con un destello rojizo en los ojos. Aileen estaba cada vez más asustada, sin embargo había algo en él que la captaba. Que la hacía prisionera, obviando las correas que amarraban su persona a la cama.

- Esta habitación es toda tu vida. Y aquí estás tú, en el centro, rodeada de muebles podridos y estanterías repletas de libros en blanco. No hay más vida que esta. No hay nadie más que yo. Nunca llegaste hasta aquí. Llevas aquí desde antes de nacer, y estás aquí incluso ahora.

La respiración de ella empezó a acelerarse, al ritmo que su vello se erizaba. Entonces se tensaron todas las correas que la sujetaban, y un alarido estremecedor inundó la sala y ascendió hasta la vacía cúpula celeste.

- Estoy…. ¿Estoy muerta?- Dijo con la voz quebrada por el miedo.

- No, querida. No estás muerta. Tampoco estás viva. Este solo ha sido el desvelar de un sueño que creías eterno. Se acabó. Aquí no hay otros. No hay sociedad, ni esquemas. No hay dolor. No hay amor.
Sólo estamos tú y yo, unidos el uno al otro. Soy yo el que ha presidido tu viaje y el que sigue presente. Soy yo quien te observaba de madrugada, despertándote con mis idas y venidas en la noche. Yo soy tus lágrimas y tus heridas en la muñeca. Tus gritos, tus gemidos y tus sollozos. Siempre he estado ahí, amándote, Aileen.
- Todas las veces que lo pasé mal… Todos mis dolores. Mis aflicciones… Tú estabas ahí. No sé por qué, pero siento que te conozco. Sin embargo, noto un frío punzante al mirarte. Siento… siento odio. Odio e impotencia.
- Todo ha acabado, preciosa. No hay nada más allá de los escombros de esta habitación. Nada por delante ni por detrás de ti y de mí. Intentaste librarte de mí durante tus sueños, al igual que ahora intentas librarte de las ataduras. Ya no habrá nada más. Tu tren de los sueños ha llegado al final del trayecto. No pudiste ahogarme con tus lágrimas, no pudiste mancharme con tu sangre. No pudiste alejarte de mí por más que corriste. Y ahora me tienes aquí cara a cara, y tal y como pasó en tus sueños, no puedes irte.
- Q…¿Quién eres?- Preguntó de nuevo la chica con un hilo de voz, entre lágrimas que correteaban por sus pómulos hasta posarse en la blanda almohada sobre la que reposaba su cabeza.
- He recibido muchos nombres. Me gusta llamarme Aellyon. Soy…

Soy tus demonios.

Se hizo un silencio que apagó todos y cada uno de los ecos. Aileen inspiró una bocanada de aire breve, entrecortada, casi un sollozo, que la dejó sin habla. Aellyon, posó las yemas de los dedos sobre el rostro de porcelana de la joven, bajando sus párpados. Él se levantó de la cama y volvió con lentos pasos a sumergirse en las tinieblas, hasta que el último rayo de luz rozó su talón izquierdo, que se hundió, como hizo el resto del cuerpo, en la profunda oscuridad, hasta desaparecer por completo.

Las lágrimas seguían cayendo, pero Aileen ya no suspiraba. Aileen ya no sufría.


Aileen ya no soñaba.

domingo, 4 de mayo de 2014

Carrusel

Un carrusel.

¿Qué es un carrusel, te preguntas?
Simplemente has de saber que solo gira y gira. Nunca para quieto. Es de estas cosas que una noche te quedas contemplando hasta que ante tus ojos solo hay una orgía de luces sin sentido ni patrón en las que te encuentras sumergido. Eso es para mí un carrusel.

Nunca tuve suerte. No fui uno de esos niños a los que les gustara sino mirar lo que otros hacían, y desde entonces hasta ahora, me dediqué a contemplar. Excepto una vez.

Recuerdo cuando la conocí. Recuerdo que hasta un buen rato después no me percaté que ella estaba allí, pero desde ese momento, me abandoné a mí mismo. No sé si conocéis esta sensación de mareo y agobio que de repente invade todos tus sentidos y te embota las aptitudes comunicativas. Es como vivir en tu propia burbuja, salvo que nadie más conoce la existencia de semejante estructura esférica. Pues bien, este ha sido mi estado desde ese momento. Un perfecto carrusel de emociones. Sé que puede parecer un tópico, y de hecho lo es, pero esto no le resta importancia. ¿Pensáis que esto es el problema? Ilusos. El problema llegó cuando ella me conoció a mí.

Pensaréis que estoy siendo repetitivo, y que cuando yo conozco a alguien, obviamente la otra persona me conoce en el mismo momento, pero esto va más allá. Mucho más.
Cuando alguien te conoce, se le concede la posesión de una parte tuya. ¿El peligro? Que esta parte que entregas convierte a su dueño en juez sobre tu manera de ser, de pensar y de sentir. Y este fue, quizás, mi error: no dar sólo una parte. Entregarlo todo. 

¿Todo? Y por eso me marché. Huí. Sé que es de cobardes, pero ¿qué le queda a un ser humano si le quitas su ser? El humano. Obviamente, te queda el humano, y los humanos somos cobardes. Simplemente no podía seguir estando donde estaba ella. Significaba saber que existía y era demasiado. Y por eso me fui, de hecho, muy lejos. Ahora no sé si esto de verdad ha pasado, o solo es el reflejo
de lo que un día quise ser y no pude, o simplemente una ilusión de un alma perdida, pero aquí me hallo, en solitario, observando ese carrusel imparable, repasando recuerdos de la vida que una vez tuve, no muy distinta de los sueños que ahora pueblan mis noches.

¿Noches? No sé cuánto tiempo llevo aquí, pero espero que me haya venido a ver. Me refiero a ella por supuesto. Tengo la esperanza de que haya flores, o quizás alguna lágrima derramada sobre el suelo bajo el que fui enterrado, y creo que de alguna manera, así es, porque siento su calor. Y espero que ella pueda vivir la vida que a mí me fue arrebatada por mí mismo, mi propio tirano. Yo, mientras tanto, contemplo este carrusel. Me vuelven a invadir las gamas y me desvanezco, y no percibo el paso del tiempo.

¿Tiempo?

sábado, 3 de mayo de 2014

Apollyon. El Fuego


Fuente de brillo y pasiones
Mente maligna y brillante
Don de los cielos, legado
Al humano maleante

Seres mezquinos y necios
Por esto benditos fueron
Regalo del muerto abismo
Cuyos portales se abrieron

Dejando escapar al fuego
Dotando al ser en pecado
Que por la gracia divina
Del Edén fue desechado

Del Olimpo narra el mito
Fue la Gran Llama raptada
Prometeo contra Zeus
En contienda sin espada

Este pues, es nuestro fuego
Rey entre los elementos
Sobre el agua reina altivo
Sobre la tierra y los vientos

Espada en juicio glorioso
Que Sodoma destruyó
Del Altísimo enviado
A frenar al Faraón

Signo del mal y el averno
Entre llamas, derrotado
(Hades), el cruel Apolión
De Su diestra desterrado

Fuera el ángel más hermoso
De entre todos destacado
Por su envidia y vanidades
Lucifer hoy es llamado

 Musa malvada y terrible
Daga del tiempo y las eras
Santa jueza de las brujas
Calcinadas en hogueras

Tras la máscara Vesubio
Escarnio fuiste en Pompeya
Que hiciste del Sol la noche
Y mataste las estrellas

Tú la llama de los siglos
Tú el farol de un cielo incierto
Muerte y refugio en tu seno
Traidor pero compañero

¡Oh! Perverso don del cielo
¿Qué seríamos sin ti?
De las tinieblas sin luces
De nuestra vida el morir


martes, 1 de octubre de 2013

El Observador de la vida

París.

Los pasos le alejaban cada vez más del techo que resguardaba su persona durante la noche. Se puso su gabardina favorita y salió a la calle, que estaba vestida de otoño, con la intención de hacer lo que siempre hacía, lo que mejor se le daba. Aquello para lo que había sido creado: observar.


¿Su nombre? Es extraño, pero los humanos necesitamos asirnos a las cosas de tal manera que necesitamos tener una excusa previa para ello. Eso es el nombre. Les ponemos nombres a las cosas para hacerlas nuestras, puesto que tenemos miedo de lo que no tiene nombre, porque es desconocido.
Su nombre no importaba. 
Quién sabe si en verdad carecía o no de identidad. Lo realmente importante era el simple hecho de su existencia.

Paseaba entre la gente sin ninguna prisa, pero tampoco despacio en absoluto. Tejía su rumbo siguiendo fluidamente la corriente de gente que inundaba la calle aquella fría mañana de otoño. Caminaba entre todos esos humanos como si se tratara de un pez obedeciendo los caprichos de una corriente marina.

Le gustaba pararse de vez en cuando y mirar, de arriba a abajo, aquello que le había llamado la atención.

- Una madre levanta del suelo a su hija, de no más de tres años de edad. Acaricia las suaves facciones de la pequeña, de un suave característico de los niños pequeños. La madre besa tiernamente la mejilla sonrosada de su cachorro humano.

Su sitio favorito era el parque que había a dos calles de su hogar. Todo lo que había allí era verde. Se respiraba cierta armonía que se escondía el bullicio de la ciudad.

- Una anciana alimenta a las palomas con las migajas sobrantes del pan que ayer mismo había tenido en la mesa.

- Una pareja de jóvenes enamorados comparte un dulce beso de despedida. La muchacha lanza un beso hacía el joven, que sube al autobús haciendo un gesto que da a entender que ha atrapado el beso de ella. Con una sonrisa, se pierden de vista el uno al otro.

Día tras día, nuestro protagonista iba almacenando en su memoria listas de recuerdos; de imágenes que había guardado en su memoria. Él era un observador.
Pero ese día...
Ese día sucedió algo inesperado.

Él decidió levantarse del banco del parque. Quizás había una fuerza mayor que le ordenaba que lo hiciera, pero ni él mismo lo sabía.
Apoyó su espalda contra el cristal de una parada de autobús y, una vez allí, vio cómo del gran vehículo salía una muchacha que no había visto antes. Él no creía en el amor a primera vista, por eso, si él hubiera estado contando esta historia y no yo, habría dicho que "se había quedado prendado".

A partir de ese día, volvía una y otra vez a esa parada de autobús. Ella siempre estaba allí. La veía respirar. La veía sonreír. La veía desesperarse. La veía vivir. Incluso a veces, sentía algo cercano a los celos cuando ella estaba acompañada. Quería decirle algo cada vez que la veía, pero no podía. Simplemente no podía.

Estaba enamorado.

A finales de diciembre, seguía obsesionado con ella. No era solo su rostro: fino, suave, pálido, perfectamente dibujado sobre su piel, adornado por una larga melena carbón y unos ojos esmeralda que parecían tener luz propia, ni sus labios, ni su aroma. Simplemente era Ella. 
Quería sujetarla entre sus brazos. Quería mirarla a los ojos y descubrir qué era un beso. Lo había visto montones de veces, pero no sabía cómo era esa sensación exactamente. En su interior surgía una auténtica revolución de sentimientos, hasta ahora desconocidos para Él.

En enero del año siguiente, fue a la parada de autobús. Ella estaba allí más pronto que nunca. Él apoyó su espalda contra el cristal, como solía hacer. Tomó aire, el cual soltó con el que fue el mayor suspiro de su vida. Entonces, en un movimiento fugaz y decidido, fue a hablar con ella. Se colocó justo en frente. Los ojos de ambos estaban alineados.

Para su sorpresa, ella alzó la mirada y sonrió. Los sentimientos de Él estaban desbocados.
Pero, en ese instante, la joven levantó la mano en un gesto de saludo, y, dando unos pasos al frente, atravesó el cuerpo de nuestro personaje como si estuviera hecho de niebla. Como un mero fantasma.
Ella cruzó la calle para saludar a un viejo conocido.

Él era un observador. La había seguido todos estos días. Meses. La amaba, sin tener una razón fija, pero decubrió que nunca podría hablar con ella. Nunca podría tocarla, ni besarla, ni siquiera hacer notar su presencia. No podía ser visto, puesto que, al fin y al cabo y como ya he dicho, Él era simplemente... un observador.

Las semanas pasaron. La joven volvía, como siempre, cada día a esperar el autobús. Pero algo extraño pasaba. Hacía más frío del habitual. La parada del bus era un sitio frío, al igual que el parque. Al igual que dos calles más arriba. Él ya no estaba allí.

¿Y quién iba a notar la diferencia? Toda esa gente de París vivía su vida sin ningún tipo de cambio. Nada afectó a su ritmo vital. ¿Quién se pararía a observar a las palomas comer, o el último beso de una pareja, o a una madre consolando a su hija? Desde luego; no sería Él, y a nadie le importaba. Después de todo, él era, simplemente...
Un observador.