Estaba sola, en medio de la ciudad que ella bien conocía. Había
nacido y vivido ahí la mayor parte de su corta vida. Oneide miró hacia ambos
lados y no pudo divisar ni un solo alma. Entonces recordó su eterno deseo de
que la dejaran sola. Quería estar sola, y por ello se alegró.
Recorrió las calles y a cada esquina que doblaba, su sensación
de inseguridad se iba apoderando de sus entrañas. “No puede ser”, decía ella,
pero efectivamente, estaba sola.
Debido a su desesperación, que crecía paulatinamente, pasó
en ciertos momentos de recorrer las calles andando, a iniciar una carrera con
aire angustioso. Allí no había nadie.
No había nadie en el centro comercial,
ningún coche en la carretera, ninguna señal de radio, ni cobertura en su teléfono
nuevo, recientemente regalado.
Oneide corrió hacia el punto central de aquella ciudad
fantasma y lo que encontró no fue ninguna sorpresa: nadie.
Oneide orientó su mirada hacia el cielo, lluvioso y grisáceo, y de su garganta brotó un aullido desgarrador, repleto de rabia y angustia, y tras este, calló de rodillas en el suelo. Desesperada y abatida por el cansancio y la agonía, rompió a
llorar y se acurrucó sentada en el suelo, en medio de todo (y de nada, a la
vez). Rodeó sus piernas, dobladas contra su pecho, con los brazos y posó su
cabeza sobre sus rodillas y allí lloró, gimió y gritó del dolor que se
acumulaba en su pecho y ardía, pero nadie podía escucharla. No había nadie.
Y de repente desapareció.
Estaba en su habitación, tendida en su cama. Abrió los ojos
y se percató del cambio brusco de escenario en la representación que era su
vida.
Como dominada por una fuerza externa, salió exaltada de su
dormitorio, y al ver a su madre, la abrazó y la besó, sin decir una palabra. Se
sentía segura y arropada por los brazos de su madre, como si fueran muros de
hormigón.
En el sueño que había tenido, en el cual se veía
completamente sola, se sentía desconcertada. Al principio era diferente. A ella
le gustaba. No había nadie alrededor y pudo dar rienda suelta a sus impulsos,
sentirse ella misma. Pero pronto descubriría, sumida en esa realidad solitaria,
que no podía ser ella. Que ese mundo, aunque al principio le gustaba, le pedía
ser otra persona, subordinada a la falta de gente, a las condiciones que ese
mundo imponía a Oneide. Ese mundo quería transformarla, como si tuviera vida
propia. Deseaba que Oneide se convirtiera en un autómata, que se postrara ante
la soledad y la aceptara como la nueva parte de su vida, impuesta bruscamente y
que ella debía aceptar de una u otra manera, pero, queridos lectores, Oneide
era demasiado para esa realidad alternativa.
Ella no solo era alguien que
deseaba esa situación de soledad, sino que era una chica, que como muchos,
pensaba, sentía y experimentaba. Crecía y aprendía y ese maldito sueño la
frenaba y la ordenaba cambiar, como si su mejor deseo se hubiera revelado y
convertido en la más temible de sus pesadillas, y eso la hacía llorar y la hacía
sentir mal.
Pero, por suerte, despertó.
Rallada o Reflexión? :)