martes, 1 de octubre de 2013

El Observador de la vida

París.

Los pasos le alejaban cada vez más del techo que resguardaba su persona durante la noche. Se puso su gabardina favorita y salió a la calle, que estaba vestida de otoño, con la intención de hacer lo que siempre hacía, lo que mejor se le daba. Aquello para lo que había sido creado: observar.


¿Su nombre? Es extraño, pero los humanos necesitamos asirnos a las cosas de tal manera que necesitamos tener una excusa previa para ello. Eso es el nombre. Les ponemos nombres a las cosas para hacerlas nuestras, puesto que tenemos miedo de lo que no tiene nombre, porque es desconocido.
Su nombre no importaba. 
Quién sabe si en verdad carecía o no de identidad. Lo realmente importante era el simple hecho de su existencia.

Paseaba entre la gente sin ninguna prisa, pero tampoco despacio en absoluto. Tejía su rumbo siguiendo fluidamente la corriente de gente que inundaba la calle aquella fría mañana de otoño. Caminaba entre todos esos humanos como si se tratara de un pez obedeciendo los caprichos de una corriente marina.

Le gustaba pararse de vez en cuando y mirar, de arriba a abajo, aquello que le había llamado la atención.

- Una madre levanta del suelo a su hija, de no más de tres años de edad. Acaricia las suaves facciones de la pequeña, de un suave característico de los niños pequeños. La madre besa tiernamente la mejilla sonrosada de su cachorro humano.

Su sitio favorito era el parque que había a dos calles de su hogar. Todo lo que había allí era verde. Se respiraba cierta armonía que se escondía el bullicio de la ciudad.

- Una anciana alimenta a las palomas con las migajas sobrantes del pan que ayer mismo había tenido en la mesa.

- Una pareja de jóvenes enamorados comparte un dulce beso de despedida. La muchacha lanza un beso hacía el joven, que sube al autobús haciendo un gesto que da a entender que ha atrapado el beso de ella. Con una sonrisa, se pierden de vista el uno al otro.

Día tras día, nuestro protagonista iba almacenando en su memoria listas de recuerdos; de imágenes que había guardado en su memoria. Él era un observador.
Pero ese día...
Ese día sucedió algo inesperado.

Él decidió levantarse del banco del parque. Quizás había una fuerza mayor que le ordenaba que lo hiciera, pero ni él mismo lo sabía.
Apoyó su espalda contra el cristal de una parada de autobús y, una vez allí, vio cómo del gran vehículo salía una muchacha que no había visto antes. Él no creía en el amor a primera vista, por eso, si él hubiera estado contando esta historia y no yo, habría dicho que "se había quedado prendado".

A partir de ese día, volvía una y otra vez a esa parada de autobús. Ella siempre estaba allí. La veía respirar. La veía sonreír. La veía desesperarse. La veía vivir. Incluso a veces, sentía algo cercano a los celos cuando ella estaba acompañada. Quería decirle algo cada vez que la veía, pero no podía. Simplemente no podía.

Estaba enamorado.

A finales de diciembre, seguía obsesionado con ella. No era solo su rostro: fino, suave, pálido, perfectamente dibujado sobre su piel, adornado por una larga melena carbón y unos ojos esmeralda que parecían tener luz propia, ni sus labios, ni su aroma. Simplemente era Ella. 
Quería sujetarla entre sus brazos. Quería mirarla a los ojos y descubrir qué era un beso. Lo había visto montones de veces, pero no sabía cómo era esa sensación exactamente. En su interior surgía una auténtica revolución de sentimientos, hasta ahora desconocidos para Él.

En enero del año siguiente, fue a la parada de autobús. Ella estaba allí más pronto que nunca. Él apoyó su espalda contra el cristal, como solía hacer. Tomó aire, el cual soltó con el que fue el mayor suspiro de su vida. Entonces, en un movimiento fugaz y decidido, fue a hablar con ella. Se colocó justo en frente. Los ojos de ambos estaban alineados.

Para su sorpresa, ella alzó la mirada y sonrió. Los sentimientos de Él estaban desbocados.
Pero, en ese instante, la joven levantó la mano en un gesto de saludo, y, dando unos pasos al frente, atravesó el cuerpo de nuestro personaje como si estuviera hecho de niebla. Como un mero fantasma.
Ella cruzó la calle para saludar a un viejo conocido.

Él era un observador. La había seguido todos estos días. Meses. La amaba, sin tener una razón fija, pero decubrió que nunca podría hablar con ella. Nunca podría tocarla, ni besarla, ni siquiera hacer notar su presencia. No podía ser visto, puesto que, al fin y al cabo y como ya he dicho, Él era simplemente... un observador.

Las semanas pasaron. La joven volvía, como siempre, cada día a esperar el autobús. Pero algo extraño pasaba. Hacía más frío del habitual. La parada del bus era un sitio frío, al igual que el parque. Al igual que dos calles más arriba. Él ya no estaba allí.

¿Y quién iba a notar la diferencia? Toda esa gente de París vivía su vida sin ningún tipo de cambio. Nada afectó a su ritmo vital. ¿Quién se pararía a observar a las palomas comer, o el último beso de una pareja, o a una madre consolando a su hija? Desde luego; no sería Él, y a nadie le importaba. Después de todo, él era, simplemente...
Un observador.