martes, 7 de febrero de 2017

¿Quién es ella?

Todo se funde con el humo.

Las cenizas caen como atrapadas por una mano invisible que las arrastra hasta el suelo con violencia. Las volutas bailan, se entremezclan y coreografían los pensamientos de aquellos a quienes han aceptado como huéspedes. Sube y muere, expandiéndose. Llenándolo todo. Todo lo invade y todo lo siente. Todo lo impregna y todo lo consume.

Todas las ideas, todas las franquezas salen a ver el espectáculo: la danza de los aromas. El espectáculo acrobático de formas y texturas invisibles. Intocables. Todos y cada uno de los deseos, de los miedos, de los temores, las experiencias. Ahí están. Lo están viendo todo dese su butaca en primera fila. Charlan entre ellos:
el miedo expresa su valor y la inseguridad lo tiene todo bajo control. Todo cobra forma en esta marea de palabras. El humo asciende y participa en la conversación. Los bailarines mueven sus brazos, sus piernas, y su torso se contornea con ellos, moldeando el lenguaje de los sueños. Moldeando las ideas y dejando entrever la luz de una realidad que se mantiene distante, y mientas tanto la habitación ya no está en el mismo edificio, en la misma ciudad. En la misma realidad.
La habitación es un barco en medio de la nada. Un barco en el que, por mucho que alguien pueda entrar, nunca verá lo que ven sus tripulantes. Se emocionan, se visten con galas, se ríen, lo dejan todo inundado por los colores de la danza de los acróbatas. Por los olores de la marea gris.

Todos dejan de bailar. El espectáculo ha acabado y los espectadores comienzan a marcharse. El miedo ya no es tan valiente y la tristeza ya no se ríe tanto. La soberbia ha dejado de empatizar con el egoísmo, y este guarda sus cosas y se las lleva. Las butacas se vacían, las luces se apagan. Los bailarines ya salieron por la ventana hace rato. Seguirán bailando fuera, aunque con mucho menos ruido. Con muchas menos ganas.

Y aparece ella.
Resplandeciente, ardiente. Viva. Se acerca al centro del escenario y comienza a bailar. Como si hubiese surgido de una chispa. Todo se incendia y ella baila. Baila alrededor de todo y dentro de todos. Algunos acróbatas y bailarines vuelven a ponerse en escena, siguiéndola. Honrándola. Alabándola. Ella es el centro. Ella es la madre de todos ellos. Ella y su fuego invaden todo, pero no lo destruyen, sino que crean. Todo se consume en su luz, y todo vuelve a nacer de nuevo. Vuelven la alegría y los recuerdos. Vuelve la reflexión y su familia, todos de la mano. Vuelven los miedos, ataviados con sus túnicas negras. Vuelve la razón, ebria perdida tras su breve ausencia. Ocupa su sitio la realidad, vestida con un vestido de formas deformadas y colores decolorados. Se sienta, observa, se duerme y se despierta, habla, guarda silencio, insulta y halaga.



Y desaparece ella.
Y todos los espectadores se quedan, se sientan y se ponen cómodos, viendo como cada uno de los bailarines sigue su propia función. Quizás mil quinientas funciones dentro de una. Una gran coreografía que tiene como ritmo el olor y el sonido de la risa, del llanto o de la música que acompañe, que hace temblar, que hace pensar y que emociona. Y todo, con la participación del público. Todos ellos, la audiencia, los bailarines, y ella, que permanece escondida, viajan en el mismo barco, tripulado por dos capitanes, que comparten la vida con todos y cada uno de los pasajeros y las partes del barco, que sienten que tienen que estar ahí y que, en ese momento, pertenecen a ese tiempo, a ese espacio, con la idea de que aquello se quede para siempre y no acabe. Al menos, hasta que los bailarines cesan su danza, el público se refugia de nuevo en sus carromatos. 

¿Y ella? Os preguntaréis.


Ella volverá.