sábado, 11 de octubre de 2014

Los viajes de Oneide. Parte I

- Despierta, pequeña- dijo la voz.

La chica sintió una caricia leve que recorrió su rostro desde la comisura de los labios hasta el pómulo.

Todo eran formas borrosas para Oneide. Intentó abrir los ojos pero todo lo que veía eran formas opacas y borrosas que parecían jugar con la luz que llegaba desde grandes llamaradas que la chica tenía a unos metros en frente suya. Yacía en el suelo, boca arriba.

La joven se sobresaltó. Tardó un momento hasta que su cerebro pudo recopilar toda la información necesaria: dónde estaba, qué estaba viendo, y lo más importante: qué hacía allí y quién era el que la hablaba.
Podía sentir el olor de quien estaba a su lado. Era fuerte, pero de ningún manera desagradable. Resultaba reconfortante. Era… como si se sintiera libre. Eso la hacía sentirse viva, pero a la vez la desestabilizaba.

Nada cobró sentido hasta que pudo abrir sus ojos completamente, y todas las figuras tomaron las formas a las que Oneide estaba acostumbrada:
Estaba tumbada sobre unos adoquines, húmedos por la lluvia, en medio de una carretera con aspecto antiguo. Su cuerpo ocupaba la frontera entre lo que parecía el bordillo y la calzada de una calle con edificios de piedra y adornos de madera que parecían de otra época.
La piedra del bordillo estaba hincándose en sus lumbares y tuvo que incorporarse, todavía mareada.

Quiso agarrarse de la persona que tenía al lado, sin importar quién fuera, pero todo lo que pudo tocar fue hierro. Frío y oscuro hierro.
Se encontró fuertemente asida a una estructura metálica que resultó ser una farola. Pero aquella farola tenía algo que inquietaba a la chica. No era como las farolas de su ciudad. Era de un hierro oscuro, negruzco cuya estructura estaba adornada con una serie de salientes de motivo victoriano, acabando en tres celdas de cristal, con una llama encerrada en cada una de ellas.

¿Una farola que funciona con fuego? Pensó Oneide.

Pensó en este detalle hasta que  pudo hacer el esfuerzo para levantarse completamente y observar su entorno. Todo tenía una forma singular. Todo parecía estar copiado de una escena de una película antigua rodada en un Londres previo a la evolución urbanística. Era todo tan… clásico.

Oneide se hallaba embelesada por el lugar en el que estaba, y comenzó a dar vueltas sobre sí misma, sonriendo, respirando. Llevaba un camisón de tirantes blanco, desgastado, que dejaba ver poco más que hasta encima de las rodillas, y que mostraba el brillo pálido de su cuello, sus clavículas desnudas, y sus brazos, el cual giró al compás de Oneide, que parecía esclava de una coreografía onírica. Estaba descalza.

Sin embargo, su felicidad recorría todo su cuerpo hasta que un escalofrío invadió su ser. Estaba sola. Estaba perdida. Estaba fría.

De repente, una gota de sudor helado recorrió el lateral de su rostro, mientras clavaba su mirada en el fondo de la calle, la cual doblaba hacia la izquierda, rodeada de edificios de poca altura, de aspecto cerrado y abandonado.

Oneide echó a correr hacia lo que parecía ser la única dirección que se podía tomar en ese nuevo lugar en el que se encontraba. Corrió y corrió hasta que se quedó sin aliento y tuvo que apoyar el peso de su cuerpo en otra farola, idéntica a la que había encontrado al despertar.
Se encontraba terriblemente cansada y le faltaba el aliento, y había algo que no acababa de cuadrar.

- Había… había…- dijo entre sollozos, provocados por la falta de aire.-  Había alguien… no recuerdo. Oh Dios mío, había alguien a mi lado… ¿Hola?- Preguntó con una voz suave, entre inhalaciones dificultosas. Cada vez le costaba más y más mantenerse en pie.

-¿Hola…? Por favor… yo… ¿Hay alguien?... Hay tan siquiera alg…- Su frase se perdió en el viento que soplaba en la dirección en la que la calle giraba a la izquierda. Estaba exhausta, aunque hubiera corrido tan solo un rato. Estaba débil, y su cuerpo lo reflejaba muy bien. Tanto fue así que sus rodillas se doblaron hasta tocar los adoquines negros, desgastados por el tiempo, y se halló postrada, sin respiración, y con la visión cada vez más borrosa. Se apoyó en la farola con la mano con el objetivo de sentarse, con la espalda en el bordillo, y pudo reposar, hasta que se dio cuenta de algo extraño.

Todo parecía normal hasta que contempló sus alrededores íntegramente. Cada vez le faltaba más el aire y sus músculos respondían cada vez peor.
En ese momento, una idea se insertó en su mente, haciéndola palidecer de forma brutal.

Estaba justamente en el mismo lugar donde había despertado hace unos minutos.

¿Minutos? ¿Horas? No sabía exactamente cuánto llevaba corriendo. Había perdido la noción del tiempo completamente.
Era imposible que volviera a estar en el mismo sitio de antes, o eso era lo que ella pensaba, pues la verdad decía otra cosa.
El miedo la recorrió de tal manera que la hizo levantarse, hasta que volvió a perder el control de su cuerpo y su visión se volvió a nublar y oscurecer paulatinamente, hasta que se sintió a si misma en el aire, cayendo hacia el suelo, pero esta vez había algo más.

Antes de tocar el suelo, pudo ver una mancha que se acercaba a ella como un relámpago. Era una persona. Ya no estaba sola.
Fuera quien fuese, sujetó a Oneide antes de que sufriera daño alguno contra el duro suelo de ese lugar, y la depositó con cuidado ante sí.

Oneide aún respiraba, pero se sentía demasiado cansada como para abrir los ojos de nuevo. Lo último que pudo sentir antes de caer en un sueño profundo fue una caricia en su rostro, desde la comisura de sus labios hasta el pómulo, y un susurro, casi inaudible, proveniente de quien fuera que estuviera a su lado.

- Despierta, pequeña.


-Continuará-.

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