Todo se funde con el
humo.
Las cenizas caen como
atrapadas por una mano invisible que las arrastra hasta el suelo con violencia.
Las volutas bailan, se entremezclan y coreografían los pensamientos de aquellos
a quienes han aceptado como huéspedes. Sube y muere, expandiéndose. Llenándolo
todo. Todo lo invade y todo lo siente. Todo lo impregna y todo lo consume.
Todas las ideas, todas
las franquezas salen a ver el espectáculo: la danza de los aromas. El
espectáculo acrobático de formas y texturas invisibles. Intocables. Todos y
cada uno de los deseos, de los miedos, de los temores, las experiencias. Ahí
están. Lo están viendo todo dese su butaca en primera fila. Charlan entre
ellos:
el miedo expresa su valor y la inseguridad lo tiene todo bajo control.
Todo cobra forma en esta marea de palabras. El humo asciende y participa en la
conversación. Los bailarines mueven sus brazos, sus piernas, y su torso se
contornea con ellos, moldeando el lenguaje de los sueños. Moldeando las ideas y
dejando entrever la luz de una realidad que se mantiene distante, y mientas
tanto la habitación ya no está en el mismo edificio, en la misma ciudad. En la misma realidad.
La
habitación es un barco en medio de la nada. Un barco en el que, por mucho que
alguien pueda entrar, nunca verá lo que ven sus tripulantes. Se emocionan, se
visten con galas, se ríen, lo dejan todo inundado por los colores de la danza
de los acróbatas. Por los olores de la marea gris.
Todos dejan de bailar. El
espectáculo ha acabado y los espectadores comienzan a marcharse. El miedo ya no
es tan valiente y la tristeza ya no se ríe tanto. La soberbia ha dejado de
empatizar con el egoísmo, y este guarda sus cosas y se las lleva. Las butacas
se vacían, las luces se apagan. Los bailarines ya salieron por la ventana hace
rato. Seguirán bailando fuera, aunque con mucho menos ruido. Con muchas menos ganas.
Y aparece ella.
Resplandeciente,
ardiente. Viva. Se acerca al centro del escenario y comienza a bailar. Como si
hubiese surgido de una chispa. Todo se incendia y ella baila. Baila alrededor
de todo y dentro de todos. Algunos acróbatas y bailarines vuelven a ponerse en
escena, siguiéndola. Honrándola. Alabándola. Ella es el centro. Ella es la
madre de todos ellos. Ella y su fuego invaden todo, pero no lo destruyen, sino
que crean. Todo se consume en su luz, y todo vuelve a nacer de nuevo. Vuelven
la alegría y los recuerdos. Vuelve la reflexión y su familia, todos de la mano.
Vuelven los miedos, ataviados con sus túnicas negras. Vuelve la razón, ebria
perdida tras su breve ausencia. Ocupa su sitio la realidad, vestida con un
vestido de formas deformadas y colores decolorados. Se sienta, observa, se
duerme y se despierta, habla, guarda silencio, insulta y halaga.
Y desaparece ella.
Y todos los espectadores
se quedan, se sientan y se ponen cómodos, viendo como cada uno de los
bailarines sigue su propia función. Quizás mil quinientas funciones dentro de
una. Una gran coreografía que tiene como ritmo el olor y el sonido de la risa,
del llanto o de la música que acompañe, que hace temblar, que hace pensar y que
emociona. Y todo, con la participación del público. Todos ellos, la audiencia,
los bailarines, y ella, que permanece escondida, viajan en el mismo barco,
tripulado por dos capitanes, que comparten la vida con todos y cada uno de los
pasajeros y las partes del barco, que sienten que tienen que estar ahí y que,
en ese momento, pertenecen a ese tiempo, a ese espacio, con la idea de que
aquello se quede para siempre y no acabe. Al menos, hasta que los bailarines
cesan su danza, el público se refugia de nuevo en sus carromatos.
¿Y ella? Os
preguntaréis.
Ella volverá.